El
joven conquistador tenía los ojos de
hielo. Mercenario, fuerte y despótico, cara pálida como las
nubes, César de la Fuente había
llegado a las Tierras Vírgenes en
busca de oro, plata y esclavos para someter. Incluso a la bella
princesa india Flor del Alba. Pero nunca calculó las consecuencias de sus
ambiciones. La jefa
de la tribu'
matriarcal era hija del Cacique Calambás, conocido por su
crueldad entre los pueblos andinos del Cauca, el gran río que
fluye a los pies de las cumbres eternamente nevadas
de los Andes Colombianos.
Ella
sabría como apagar para siempre
la sanguinaria sed del saqueador de los
lugares sagrados, de
aquellas tierras protegidas por los dioses y
custodiadas celosamente por los
nativos durante siglos.
“...Que la
maldición de los Calambás consuma tu espíritu exterminador! Que
la avalancha mortal y el conjuro de los picos nevados te lleven
a lugares lejanos
y sepulten tu sed de sangre
para siempre...!”
En la colina de
los antepasados, inmóvil y silenciosa
ante el tótem de piedra labrada, la elegida
invoca a los espíritus. Las manos sobre el pecho envuelven el
collar desde donde pende la cabeza felina
adornada con las plumas del còndor.
Luego del rito propiciador, Flor del
Alba baja por la pendiente de la sierra dejando atrás las
enormes rocas. Sin importarle el cansancio, camina con seguridad
y atraviesa la selva por el viejo
sendero hacia los
campos de maíz. Finalmente llega a la
aldea antes del atardecer.
El Valle luce
solitario, envuelto en el silencio interrumpido
a trozos por el grito del águila. Los
girasoles esperan cabizbajos la llegada del nuevo día.
El prisionero
parece dormir y continúa allí, amarrado al árbol, extenuado
por la larga carrera antes de su
captura. El ruido de
los pasos tras los arbustos lo sacude
de su entumecimiento. Ella surge de la nada como
una especie de aparición, musculosa y
audaz, cubierta sólo por un guayuco rojo ocre. Se miran. La
mujer vierte agua en un recipiente de terracota y se la ofrece.
Luego con un golpe seco de
hacha de piedra corta las lianas que
lo atan al tronco. El cae al piso, las
manos y los pies atados por otras sogas màs
ajustadas que le
torturan la piel. Con un gesto
ràpido, Flor del Alba le ordena ir hacia la
cabaña de bambú. Se desliza cansino,
arrastràndose, respirando el
polvo, con el hacha
muy cerca de su cuello aùn blanco. Alcanza
el lecho de hojas. Se miran de nuevo.
Una fuerte tensión florece entre
los cuerpos.
En el rostro del español impera el
temor, pero tratará por última vez de imaginarse un
héroe. Comunicarà
y conquistarà en el único idioma que
tiene en común con la india: el
lenguaje del cuerpo. Sonríe y trata de
acercar su boca a
los labios femeninos. Confía en la
esperanza de un beso. Mierda. Recibe un
esputajo en
plena cara, y la
lama fría de la piedra se le acerca más amenazadora a la
yugular. Luego un leve murmullo, un ruido de
tela desgarrada, la mano oscura que lo toma por los
cabellos y lo
obliga a recorrer con la boca lastimada
los pequeños
senos desnudos,
a detenerse en el pubis sobresaliente
y hambriento de orgasmos... y después de haberla hecho
resbalar sin rumbo por el vientre liso y
vigoroso, como si fuera el de un
muchacho. Empieza asì
un entrelazarse de miembros y sudores, un
revolcarse en la tierra, un llenarse los orificios
de fango y de carne y
de viento montano.
La leña arde
peligrosamente cerca y destellan chispas
de resina. Las medias palabras
pronunciadas en lenguas ajenas, los
gritos y gemidos del extremo placer adornan la danza macabra de
la elegida y el conquistador
para resonar afuera
de la aldea, tocar el cielo y deslizarse
al fin hacia el gran Cauca, sobre
el declive oscurecido por las cenizas
del volcàn.
Se escucha a lo
lejos el rugido del jaguar. Agua y
libertad. Tierra y misterio. Fuego y condena.
Tiembla.
Tiembla cuando la ve levantarse y, como
furiosa, ponerse el plumaje imperial y el
antepecho de jefe tribù, símbolos
de la total autoridad, y luego
agacharse y tomar un gran gancho
forjado en oro, bronce y plata. Lo ha visto usar a los indios
para arrastrar a las bestias sacrificales
por la nariz.
Ahora recapacita. Y esboza
palabras en un idioma que nadie entiende ni quiere entender.
Sus ojos sólo pueden pedir
piedad.
Flor del Alba
sale de la choza arrastrando a su
trofeo de guerra con una cuerda amarrada en el gancho que
le ha clavado en las narices. De la selva
aparecen algunos indios para
seguirla con devociòn. Están vestidos con las
libreas de los guerreros: antepechos en forma de mariposas,
tatuajes con evocaciones crueles y horrorosas.
“Venganza!”,
parecen gritar
también el Valle del Cauca y las montañas.
Ninguna
luna. Bajan del cielo las tinieblas
más densas. Se encienden las
antorchas. El sonido de los tambores desgarra la quietud
de la noche con una
inquietante explosión de cantos y
danzas ceremoniales. Arde el incienso
traído desde lejos. Cada segundo que pasa pretende revancha sobre el
hombre blanco, ofrecido en holocausto durante aquel
equinoccio de primavera. La mujer que lo acaba de poseer lo
arrastra hasta el área sagrada del templo. La mirada de los
dioses impera sobre el lugar a
través de los tótem gigantescos,
que parecen murmurar secretos en un
lenguaje simbòlico, màgico e
inexplicable.
No hay salida.
El español tiembla, suda, grita,
llora. Intenta acercar sus labios a la
cruz de madera que le queda colgada en el
cuello. Invoca a su dios. Implora perdón. Pero los ídolos de los
Calambás no conocen esa misericordia.
Sólo saben que el sacrificio humano traerá fecundidad,
y toda la tribú baila excitada
al ritmo de las percusiones.
Se tensan los
arcos. Las flechas envenenadas atraviesan el cuerpo
de César de la Fuente, y la mano
vengadora de Flor del Alba, sacerdotiza
de la paz y de la guerra, se apresura a levantar la daga
ceremonial que punirá con
un solo tajo el
pene del invasor.
Liliana Gimenez Haas (del libro
"Il
volo della sirena") |